Bárbara Castello

martes, 1 de enero de 2013

Insistencia de luciérnagas

Se era como la luz verde-amarilla que persistía conteniéndose dentro del cristal de la tulipa. Hablábamos entonces, de una farola negra también esbelta, erguida y persistente que se encontraba echando raíces sobre una porción de franja ajardinada, a un costado de la vereda. Atraídos por su callada luz - aunque desmesurada e inmortal para ellos -, las luciérnagas insistían en querer beberse a borbotones su luz, intentando atravesar la pared del cristal. Insistían e insistían, no había manera de darse por vencidos y, todo aquello, parecía tratarse - tanto para mí como para ellos - de un interminable y calmo juego. Sabía que el oleaje del sol cubriría el cielo en poco tiempo, abrazándonos: a nosotros, a la farola, a las fresias con sus corolas escurridizas y matinales y por sobre todo, a las luciérnagas.
El tiempo, es tan sólo tiempo, es la leve y fugaz red maleable de la vida, de esta vida. Cuando el sol tome asiento en su palio de crisantemos chispeantes y dorados, yo (luz verde- amarilla) junto con mis chisporroteantes y amadas luciérnagas, tendremos que iniciar la despedida. Uno de mis tantos consuelos - desde ya hace algún tiempo remoto o no, aún con claridad no lo recuerdo -, es inmiscuirme en mis recuerdos. Sumergida estaba, bajo el frágil velo, con mis diminutos seres alados de magia exquisita cual transparencia de un cristal. A medida que buceaba bajo ese manto terso y ondeante, me hallé con la nostalgia quebrada: la tibieza de aquellos ojitos - que insistieron en continuar sosteniéndome la mirada -, la habían hecho añicos. Ya no más melancolía por tener que regresar cada uno a su sendero, a seguir marchando.
Luciérnagas, luciérnagas, luciérnagas, ¿De cuánta luz fresca como los arroyos me has llenado el alma?, pues yo les diré con franqueza: "Seguirán ustedes marchando - este será mi anhelo más grande - hacia otras farolas iluminadas, hacia luces contenidas de diferente colorido, hacia innumerables soles, continuarán viajando junto a la brisa veraniega a otras veredas pues, ya me han empapado con sus risas y hasta me han compartido un bonito antifaz verde-amarillo para ver la vida como si fuese poseedora de otros ojos, de otra mirada"
El reloj de la ciudad, alojado altísimo en aquella misma vereda, se preparaba para anunciar la hora del ocaso. El sol nos miró a través de su velo ondeante y cerró su último párpado de fuego, así como las persianas impiden la entrada de luz. Y así fue como aquel día - que en este preciso momento bajo el velo, recordaba poco a poco - miles y millares de luciérnagas como ovillitos de lana ocre y brillante, volaban hacia mí. Sin embargo, hoy miles y millares de luciérnagas dieron media vuelta hacia un nuevo tiempo y al encuentro quizá, de una vida bajo un diferente e inexplorado cielo.
Y fue así, como miles y millares de lucecitas risonas se me encendieron - esta vez sí que para siempre - en algún rincón de mí.

[Bar]

No hay comentarios:

Publicar un comentario