Bárbara Castello

domingo, 12 de agosto de 2012

Desarticulada

Fue un martes de día gris, pero fue hermoso. Gustaba de un sabor ambiguo por lo dulce de la aproximación a un esperado, y sabía a ácido por la incertidumbre de no saber qué es lo que me esperaba detrás de la glorieta, de no poder controlarlo y, por sobre todo, dejar atrás un circular que ya no podía seguir completándose con más curvas: un círculo ya cerrado.
Sentí la candidez de los tablones de madera astillados atando con cordones y raíces mis pies desnudos, un único nexo que pronto, muy pronto, se terminaría por cortar.
Ya se fueron las tardes de café con leche y cubos de manteca desflorecida en el fondo de la taza, los paseos sólo conmigo misma por el parque, donde cada día – y aunque pasando por el mismo lugar – parecía de distinta fotografía, así como aquel martes vulnerable del calendario, fue martes de un tiempo criptonita, martes de supernova, en fin no lo sé. Era quizá martes de otro planeta. No sabía si eran mis ojos los que daban latigazos y ya no sujetaban las mismas cosas que ayer – o sólo eran las mismas – y yo era quien las miraba un tanto diferentes. Un martes insospechado, eso fue.
La puerta entornada, recortaba un ángulo finísimo de luz de otoño. Quise elegir algún sahumerio inexplorado con fragancia a papel quemado, a tierra humedecida por la lluvia, a cualquier estanque de masa de agua marítima, a cáscaras
– ennegrecidas por algún sol – de naranjas, sahumerio con aroma a esa quietud de las páginas de un viejo libro aún conservando intacta su huella, fragancia de geranios y gladiolos violentos que el viento me compartiría tan inquieto y agraciado, olores sórdidos y que sólo existían en mis mundos posibles.
Coloqué mis pies totalmente trajeados de piel (impíos y desnudos), ahora sobre una porción de alfombra de lana gruesa bordeaux, naranja sucio y negro, perfectamente alineados: ambos estuvieron a segundos de dar con las cenizas de mi sahumerio de almizcle y cedro, ya en las últimas, ya casi extinto.
Antes de acurrucarme contra la pared y por debajo de la ventana, deslicé suavemente mis mejillas sobre el alféizar. Mi mirada se posó en ‘Adela’, mi terrárium que muy por encima de mis libros disparejamente apiñados, unos sobre otros, me desafiaba perspicaz y altanera.
El llamador de ángeles oscilaba inexacto e intranquilo mientras que el atrapa-sueños, lo miraba indiferente y reverdecía con la ayuda de esas brisas calmas de perfecto otoño. Toda esta red de imágenes, me recordaba a esa plaza desierta de uno de esos primeros de mayo, pareciendo más grande en proporciones de lo que en realidad era. Allí, yo podía recolectar sin inhibición hojitas y pequeños tesoros naturales que, cuanto más maltrechos, eran para mí los joyeles con el alma más pura e intacta.
Se me ocurrió poner en ‘mode on’ la radio, pero nada que pudiese sintonizar iba a encajar con todo aquello, así que dejé que la música se siguiera creando sola en aquella tarde de despedida. Y así, continué despidiéndome de mi lugar, de algunas de mis cosas, de ‘esas tardes’, de aquella música sólo posible junto al alféizar. Comencé a despedirme quizá también, de mí.


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