Bárbara Castello

viernes, 11 de mayo de 2012

Abanicándome las entrañas, soltando esa fragancia madura.

Conociste mi jardín secreto y fuiste su lento y riguroso destructor. Sembré y percibí flores perfectas, ergüidas como una finísima lámina de cristal - aunque con frescura y asimetría , con movimiento-.

Viniste dispuesto a eliminarlo todo con tu hambre de superioridad, resentimiento e imbecilidad: vertías ácido con la mirada, derrochabas un sin fin de cómodas cuotas de veneno (con ellas derramabas sin parámetro tu exquisita crueldad) en botellitas de proporciones pequeñas que no me fueron letales, pero fue el viaje iniciático hacia mi paulatina y desgarradora agonía: mi propia continentalidad; mi débil y tan fuerte punto de inflección; mi mundo interno comenzó a fluidificarse, a morirse, a dejar de ser, a dejar de ser inmortal.


Diste lugar a que mi elixir de la vida, mi piedra filosofal, mi cáliz sagrado y prístino, mis cruciales 'por qué' de la vida comenzaran a desistir, a perecer, y yo a comenzar a prescindirlos. Y de la mano iba yo, pendida de un hilo, y abajo nada, absolutamente nada (¿qué peor que eso?), seguí hilando fino. Y así comencé mi otra vez viaje iniciático al abandono, a la angustia desmedida, infinita y que nunca abandona mi pecho -antes flamante y vaporoso- por completo. Al pánico.


Todavía te sentía aplastándome las caderas, conteniéndome la cintura, humeándome los alientos gastados, rompiéndome los labios de una boca ya antes cristalizada, impoluta; ya rota. Marcaste el recorrido en mí, tal como marcas deja un caracol, acariciaste mis costados malditos y me adheriste - por encima de tu sendero marcado en mí- , las pecas de nuestras azaleas: mi torso desnudo y tibio, de borra inequívoca café con leche, ahora con esas pecas, como semillas de sésamo.


El beso se hacía más obscuro, más profundo, me ahogaba, me sumergía. Mis manos ya eran solo nervaduras ansiosas y en busca del beso agua que las haga reverdecer. Te amé desde aquel mayo en que me robaste todas esas pecas - que ansiosas- flotaban en mi azalea.


Allí comenzó mi muerte lenta y dolorosa. Estoy enferma, lo sé y yo entiendo mi propia decadencia, mi perfecta decadencia, mi asimétrica y obsesiva lascividad, mi visión distorcionada de la realidad. Ya estaba hueca por dentro, ya no me aferraba a nada. Así me mataste, llenándome de pólvora al verte y explotando cuando me enfurecías de pasividad la marea, cuando me encendías. Y todavía, como la flor que desflorece, me seguís marchitando de felicidad, estrechándome con ligereza.

[Bar]