Esa sensación me recorrió otra vez las venas cuando un cielo toldeado y con unas pocas lágrimas de sol blanco me regresaron de una siesta, bajo la palmera de la casa de Dimitri. Algunas hojas marchitas del árbol crujían suavemente a causa del desganado viento veraniego mientras yo yacía recostada sobre el suelo, al costado de la pileta y con la vista fija a la palmera. A pesar de sentirme viva en aquel verano del año dos mil once, aquel ruidito me hizo recordar lo desesperanzada que me había sentido no hace mucho tiempo atrás, tal vez hacía poco más de un año y medio. Una oleada de viejos recuerdos, me asaltaba entonces el pensamiento.
Una perfecta metáfora me había sido obsequiada por aquel bendito lunes de febrero. El hecho de haberme sentido tan desmotivada hace un par de años atrás, se sentía como esas hojas de otoño que uno pisa constantemente cuando marcha por las calles, veredas o avenidas. Yo me sentía parte de esas hojitas que se asfixiaban con la pisada de zapatos ajenos, yo era entonces una de esas hojitas aplastadas.
Al cabo de unos instantes - mientras seguía ensimismada con el parecido entre el ruido de las hojas de palmera y el de las hojas de otoño - divisé una figura que no formaba parte del cielo: eran los ojos color canela de Dimitri con una jarra fría de jugo de arándanos sostenida por su mano izquierda, quien me regaló instantaneamente y casi sin pensarlo siquiera, un hermoso cosquilleo en el estómago.
[-Bar, 2013]

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