Bárbara Castello

miércoles, 9 de mayo de 2012

Muerte del imperio. - De transición y otros modos -



‘Desde siempre y siempre contra la corriente, ella viene buscando el modo; y aunque los 2 no entiendan que ella no podría -o s í-, ambos sabían que todavía eran esas ‘cajitas felices’ de plástico derretido, triste y chamuscado. Ya estaban comenzando a ser olvidados. El pajarito infante, todavía rojo, lo llevaba en cada viaje como memorias ancestrales y tan vivas bajo su bolsillo y aún buscando. No sé qué, pero buscando(…)’




No le tengo especial miedo a la muerte. No. No le tengo miedo en lo absoluto, en verdad, lo que me pasa con ella, es diferente.
La muerte para mí es, un se acabó, una puerta de salida que agota la vida, la pienso como puerta cerrada que en verdad es un no se qué podría pasar (y así y todo, no quiero que lo sea).

Qué lindo sería quedarse profundamente dormida y despertar de ese sueño lúcido que alguna vez fue dichosa vida. Esa almohada pegajosa –que inquieta y sin perseverancia- solo alcanzó a durar milésimas de segundos (aunque equivalentes en algún tiempo remoto, al peso de unas cuantas libras) y que fue la muerte.

Quisiera que ella solo fuera la transición a un nuevo amanecer: esa falta de dicha, es lo que me apena de la muerte, el no ser nunca más.

Todos somos seres con fogatitas en modo piloto, que pueden aumentar ese fuego particular hasta dimensiones que – como vastos e ingenuos seres – desconocemos, pretendiendo ser los grandes desentendidos del tema y no siéndolo a su vez.

Rezo por una nueva oportunidad de vida luego de la muerte y, extiendo mi plegaria tarde por la noche: no quiero que esto tan hermoso se muera algún día y para siempre, quiero refutar la hipótesis del ‘todo concluye al fin’ agregándole el plus del ‘Exacto, pero siempre hay otro camino, un nuevo comienzo’ (y sé que suena a idea bastante trivial y superflua, a idea trillada…)

Pero, detrás de la glorieta, ese sol estaba entibiándome las entrañas desde el único claro del bosque que tiene intimidad tan solo conmigo y que jamás se cansaba de hacerlo.

Un nuevo día – luego de la plegaria y del sueño lúcido de la muerte – comenzaba, con su música egipcia tan introvertida como indescifrable, como la intrincada naturaleza que se esforzaban por reflejar de lleno, esa mirada de ojos cuasi rasgados de la chica del colectivo, con ese misterio de imagen laberíntica cual dípticos griegos o ideogramas del chino mandarín.

Las princesas cepillaron sus cabelleras unas 100 veces durante largas noches antes de dormir, para no escapar al sueño estelar. Y luego, el pellizque de mejillas en el nuevo despertar de la mañana, para imitar esa coloración perfecta cuando la rubor-izada y extraña chica de la luna se escape deslizándose por el alféizar de la ventana y consciente, resbalándose del marco que la aprisionaba; despidiéndose del claro del bosque para dar un paseo por lo onírico; dando con la cornisa y abandonando su palio de plata tan irreverentemente y casi sin incertezas; su fiel covacha protectora; su recinto de cándida granola que la mantenía a temperatura.

Y yo, inmersa de esos corpúsculos de luz que se me escapaban de las manos y viajaban de regreso hacia mí, llevándome como tirada de piolines no ilustrados (al menos esta vez no podía verlos), pero donde en cada ángulo de luz lograba recortar algo diferente. Ni bueno ni gris ni malo: solo diferente.

La vida es surco bifurcado en miles de senderos, en mundos y dentro de ellos, - otros mundos -, como mamushkas vírgenes y esperando a ser descubiertos; universo recóndito, esperando a que des con él.

La vida como surco infrenable, que puede seguir extendiéndose(me), ó extinguiéndose(me) como ese fuego que somos, que irradiamos u optamos por mantenerlo latente como con miedo a mostrarlo, a extinguirlo; pero en dicha, en virtud. Fuego que puede ser llama enceguecedora al ir en aumento, o llamita ingenua y temblorosa como hoja por miedo a caer del árbol, tiritando antes de tiempo y cayendo sin sentido, desmesuradamente en la agonía por debajo de la línea sobre la que – aún – seguimos de pie, recordemos que somos las fogatitas que trepan inconclusas por las escalinatas del ascenso ó el descenso, como esencia de dualidad humana.

Prueba durmiéndote con esos latigazos de las cerdas de un cepillo por la noche y levántate con esos frotes titilantes de mejilla para volver al ruedo, a dar color, a dar vida. A dar vida. A dar vida. A dar vida a esos cabellos muertos y alguna vez latiendo sobre el piso de aquel sueño lúcido que una vez fue solo hielo en la mañana.

Como alguien muy bien supo decir y yo fui otra de las afortunadas en oírlo, no es mera casualidad que hoy estemos aquí, por sobre el rellano de este universo, esperando por dar entrada a esa nueva pendiente que se avecina, y que nos invita a pasar, a atravesarla, adentrándonos al pasillo impensable, arrastrándonos con la desinteresada dulzura con que nos espiaría gritándonos con la voz de una sirena que abandonó su acidez de quimera, y la dejó olvidada en el fondo del mar, en su refugio sumergido.

Seguía sintiendo mi fogatita y yo sabía que cambiaría a modo ascendente, lo sabía. Todavía sentía su olor en cada cielo mirando introscópicamente mi alma a través del cerrojo, hacia mi interior.

Continuaba plegándome y convirtiéndome en dípticos, presidiendo el lugar de tríptico luego, y terminando por ocupar el especial influjo del políptico cuando ya no podía seguir doblegándome como ‘mille papillons’ encapullándose en su cofradía de marfil para irrumpir el otorgamiento de más cónsules al imperio.

El imperio había muerto, era hora de doblegar la ceguera y dejar de refugiarse en capullos: una lámina de marfil de considerable finura es removible, y es solo una barrera impuesta por nosotros mismos (por ello la facilidad de quitarla), de abrir los ojos y ver otra vez. Ver otra vez como fotografía desde misma latitud y longitud, pero mirando distinto: el enfoque de la cámara es la misma, la lente desde donde la miramos nosotros mismos y en un día diferente, es fotografía convertida, que luego de desflorecer – hundida en la transición –, salió volando como buena papillon, FRESCA. Para nunca regresar – o sí – aunque de otro modo.



Miércoles 09 de Mayo de 2012, [Bar]

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